Paradoja universitaria

(En el tercer centenario del nacimiento de Immanuel Kant).

Las luces de la Ilustración no brillaron en la universidad europea del siglo XVIII. Fue aquel, por el contrario, un movimiento nacido de iniciativas individuales por parte de los científicos y philosophes que, precisamente en el caso de Francia, encontraron una plataforma para la difusión de sus ideas en la Encyclopédie compilada por Jean le Rond d’Alembert y Denis Diderot. Su irradiación asentó el ciclo definitivo de la modernidad. 

Bien es cierto que algunos eminentes ilustrados mantuvieron una relación más o menos estrecha con universidades, que en el caso del escocés David Hume se sustanció en el rechazo de su pretensión de acceder a una cátedra por parte de la de Edimburgo, su ciudad natal; poco después se le cerraron también las puertas en Glasgow. Tardíamente, a los 45 años, Immanuel Kant consiguió ingresar como profesor de Lógica y Metafísica en su alma mater de Königsberg, de la que llegó a ser rector. 

Pero en términos generales no se puede afirmar que las universidades hubiesen desempeñado a lo largo del siglo XVIII un papel decisivo, ni siquiera relevante, en la defensa y la difusión del racionalismo, sino que en ellas predominaba la impronta teológica y metafísica, por decirlo en términos de Augusto Comte, que en los países católicos mantenía como fundamento irrenunciable la escolástica tomista y en los protestantes no era menos integrista en lo referente a la divinidad como fuente de todo conocimiento. 

Esa negativa a utilizar la razón como guía, que según Kant significaba un desaprovechamiento culposo de la inteligencia humana y una total falta de decisión y de valor para pensar por cuenta propia, para atreverse a saber sin someterse a los dictados de la revelación divina u otras fuentes de superstición, redundaba también en la ausencia de la investigación experimental. Ni en medicina, física, química, biología o astronomía las universidades fueron centros productivos a lo largo de aquel siglo, a diferencia de lo que sucedía en otras instituciones como academias, sociedades o incluso la Marina o la Artillería de algunos países, entre ellos España. 

Nos habría reconfortado que nuestras casas de estudio hubiesen desempeñado un papel determinante, si no el de protagonistas, en el proceso de la Ilustración abierto en la Inglaterra del siglo XVII y confirmado esplendorosamente en Francia, Escocia, Alemania y otros países europeos a lo largo del Siglo de las Luces. Pero como bien sabemos no fue así. Y hemos de lamentar también que en la pasada centuria, inicialmente desde EEUU, las universidades se convirtiesen por el contrario en protagonistas de un posmodernismo que desde sus confortables campus se extendió al conjunto de la sociedad. Contribuyen de este modo, paradójicamente, a lo contrario de lo que hubiesen debido protagonizar en el siglo XVIII, al convertirse en recintos desde los que se envían al mundo continuas iniciativas en menoscabo de la razón, acompañadas de múltiples y reiterados desprecios hacia el más elemental sentido común. 

Pensamiento débil

La influencia de Michel Foucault, Jacques Derrida, Guilles Deleuze, Jacques Lacan y Pierre Bourdieu, lejos de irradiar desde Europa, alcanzó la enorme influencia ecuménica que explica la posmodernidad desde las universidades estadounidenses, según estudió François Cusset en su libro sobre la denominada French Theory, a la que responsabiliza en principio de una auténtica mutación en la vida académica e intelectual norteamericana, muy influida hasta entonces por un sabio y eficaz pragmatismo. No deja de causarnos un punto de asombro que las cosas hubiesen evolucionado así, por la inconsistencia de tal pensamiento débil, agresivamente empeñado, sin embargo, en arrumbar con la fortaleza de los «grandes relatos legitimadores» de la filosofía moderna, y de negar incluso la operatividad de la investigación científica en la búsqueda de la verdad y la comprensión correcta de la realidad. 

El seguimiento que Cusset hace de la evolución registrada en la temática de los paneles incluidos en las convenciones anuales de la Modern Language Association, la mastodóntica organización que reúne a todos los profesores universitarios de lengua y literatura que enseñan en EEUU, es muy expresivo a este respecto, pues nos permite apreciar cómo los planteamientos humanísticos tradicionales, la perspectiva filológica y el respeto hacia el canon establecido de los autores y las obras considerados clásicos ceden su lugar a nuevas orientaciones, muy influidas por el asunto estrella de las identidades, de la raza, las minorías, el género o la orientación sexual. 

Adquieren, así, gran preeminencia los enfoques relacionados con el multiculturalismo, los estudios poscoloniales y de género, en los que, tras el empuje de la teoría feminista, el planteamiento cuir de Judith Butler representa el maridaje entre la impronta francesa de Foucault y la lingüística americana de la performatividad. Como ejemplo de las innovaciones registradas en el ámbito de la MLA, en la convención de 1983 se anunciaron mesas redondas sobre Deconstrucción y muerte de Dios y El porvenir del feminismo marxista. Pero poco después, en el mismo decenio, eran objeto de presentación y debate temas como Imaginería clitorídea y masturbación en Emily Dickinson y Salir del armario como mujer obesa. 

Isabelle Barbéris define esta evolución cómo el triunfo de un «nuevo academismo anticultural», en el que reina el principio de la diversidad como resultado del multiculturalismo dominante en los claustros. Sus fundamentos hay que encontrarlos precisamente en el rechazo al universalismo de las luces y la herencia de Kant. La visión multiculturalista, de esencia particularista, propone rechazar tajantemente lo que Étienne Balibar, discípulo de Louis Althusser, calificaba como «la tiranía de los universales», frente a los cuales había que defender una concepción de la identidad humana siempre singular, situada y distinta. Diferencial y diversa. 

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