Veronese desembarca con toda su fuerza en una de las exposiciones del año en el Prado

Hace 24 años que el Museo del Prado dedicó una exposición a los Bassano, la familia de pintores italianos del s. XVI. Con ella arrancaría una serie de grandes muestras dedicadas a los principales maestros de la pintura veneciana del Renacimiento que traería después las consagradas a Tiziano (2003), Titoretto (2007) y Lorenzo Lotto (2018). La que se inaugura este martes dedicada a Paolo Veronese es la que viene a cerrar ese ciclo centrado en una escuela pictórica que Miguel Falomir, director del museo, considera la columna vertebral del Prado, ‘la piedra fundacional de la antigua colección real y del museo actual’. Si el Prado es lo que es, apunta, es porque ‘en un momento determinado, los Reyes españoles apostaron por una forma de entender la pintura y el color que a la postre habría de ser la más influyente de toda la historia de la pintura. Que empieza en Venecia y luego sigue con Rubens, con Van Dyck, con Velázquez, etcétera’. De hecho, subrayaba Falomir, ‘el Museo del Prado es el primero del mundo que ha hecho Tiziano, Veronés y Tintoretto. Ninguno lo ha hecho, ni siquiera en Venecia’.

Lo explica Falomir, que también ha sido el comisario de la muestra junto al académico italiano Enrico Maria dal Pozzolo, a un grupo de periodistas delante de La cena en casa de Simón, una de las pinturas más conocidas de Veronese y de la que dice que es, con sus cuatro metros de largo por más de tres de alto, una de las obras de mayor formato que se le han prestado nunca al Prado. Procedente de los Museos Reales de Turín, es además una de las obras más representativas de un pintor muy acostumbrado a los grandes formatos, aunque en la muestra también hay algunas (pocas) obras de pequeño tamaño, además de dibujos y bocetos del artista. En ella está toda esa suntuosidad que abunda en su pintura, toda esa elegancia que es uno de sus rasgos más destacados. La habilidad compositiva y la acción teatral que se desarrolla en escena. El uso privilegiado del color, esa capacidad para ‘conseguir armonías con colores en principio totalmente inarmónicos’, como apunta Falomir: rosas entre rojos vivos y amarillos, naranjas con azules. No falta el crucial elemento arquitectónico, presente en casi toda su obra. Y la temática, que también es recurrente: esta fue la primera de muchas ‘cenas’ y banquetes de todo tipo que pintó. En esta añade un elemento genealógico: como homenaje a su padre y a su familia, una humilde dinastía de picapedreros, en una columna aparece un clavo estampado en la piedra, una manera de firmarlo y dedicárselo.

'La cena en casa de Simón', de Paolo Veronese (1556-60). / Musei Reali di Torino, Galleria Sabauda

Si hoy se tiene la sensación de que Veronese ha sido un artista menos apreciado que sus contemporáneos Tiziano o Tintoretto, o que sus antecesores Rafael o Miguel Ángel, se debe fundamentalmente a que en el siglo XX se le asoció con un lujo y con una ampulosidad que ya no vendían como antes. Y también, dicen los organizadores de la muestra, porque su vida fue esencialmente feliz y sin grandes conflictos, dando poco juego para el folletín. Antes, sin embargo, no había sido así antes. ‘En los siglos XVIII o XIX Veronese es más valorado que Tiziano. Es el pintor de la elegancia, y todas las cortes europeas se volvían locas por sus obras’, explica Miguel Falomir, que bromea con que Louis XIV o Felipe IV seguramente elegían esa suntuosidad para poner en sus estancias que un refectorio de Zurbarán con unos monjes. ‘Esta es la época en que se generalizan los banquetes, la etiqueta en la mesa, el uso de cubiertos y manteles… Todo eso se codifica en Venecia y luego se va a utilizar en toda Europa. Y cuando veían estas obras, se reconocían como espíritus cultivados y elegantes. Es lo que explica el éxito de Veronese en el Barroco pero también después. Un pintor que probablemente, por esa extraordinaria variedad de recursos artísticos, entra dentro de la categoría de pintor de pintores’. La muestra dedicará su última sala a la estela que dejó Veronés en la obra de otros, en nombres como Guido Reni, Velázquez, Delacroix, Cezanne o incluso, señala Falomir, en alguien tan insospechado como el expresionista alemán Otto Dix.

La muestra organizada por el Prado, la primera monográfica que se dedica al pintor en España, reúne más de un centenar de obras, muchas procedentes de grandes museos como el Louvre, el Metropolitan o la National Gallery, no solo de Veronese, sino también de otros artistas que influyeron en él o recibieron su influencia. El recorrido solo es cronológico en su principio y su final, con los episodios intermedios organizados temáticamente. Nada más empezarlo, uno se encuentra con Sagrada Familia con San Juanito, de Rafael, que pone al visitante en contexto y que muestra cómo esta pintura dialoga con La Virgen y el niño con Santa Isabel, san Juan Bautista niño y santa Catalina de Veronese: entre otros elementos similares, aparece una cuna idéntica que deja claro que el de Verona se fijó en la obra de Rafael. Ese primera capítulo de la exposición es el que está dedicado a la etapa inicial de su carrera, cuando Veronese se traslada desde Verona, donde había nacido en 1528 y se había formado con un pintor modesto como Antonio Badile, a Venecia. Allí quedará deslumbrado por las pinturas de Tiziano que descubre en algunas iglesias, y entenderá que es a eso a lo que se quiere dedicar.

Un apartado está dedicado al aprecio por la arquitectura y al dominio de la escenografía de un pintor que aprende sobre formas constructivas y uso del espacio del arquitecto Palladio y del estudioso Daniele Barbaro, al que retrata en una edad más tardía que Tiziano. En sus cuadros empiezan a aparecer multitud de referencias de edificios, donde a veces se mueven los personajes (o celebran esas habituales cenas) y que en otras ocasiones quedan fuera de la acción principal, meros elementos del paisaje en los márgenes o al fondo de la obra, a menudo copiados de grabados de Hyeronimus Cock. El Prado ha reunido también algunas piezas de cultura material de la época, fuentes, jarras, copas o cubiertos como los que luego vemos representados en esas escenografías. Hay también un par de piezas de la que es otra parte fundamental del trabajo de Veronese, pero más complicado de trasladar aquí: sus frescos, de los que la muestra cuenta con dos fragmentos traspasados a lienzo procedentes de una villa del Véneto, las imágenes de La Justicia y La Templanza, además de la reproducción de uno de sus techos más importantes, el de la Sala del Olimpo de Villa Máser.

A los lados y arriba, frescos de Veronese (los laterales, traspasados a lienzo, el del techo en una reproducción) que se pueden ver en la exposición. / Museo Nacional del Prado

Hay también un capítulo sobre el proceso creativo de Veronese, que pone el foco en la constante dialéctica entre invención y repetición (era habitual que los clientes encargasen un cuadro que imitase a otro anterior) y en el férreo control que tuvo de su taller. Sus métodos compositivos y pictóricos son muy variados, esa ‘extraordinaria variedad de recursos’ de la que habla Falomir. Una Anunciación de cuatro metros y medio de alto, de las varias que pintó, fue la que envió como carta de presentación al rey de España, Felipe II, para obtener sus favores. Tiene esa forma, alargada a lo alto, porque se concibió para ser parte del retablo mayor de El Escorial, y desde allí ha sido prestada. Otro tramo se fija en su dominio de la alegoría y la mitología, tan de moda en la época y en el que competía directamente con Tiziano, de quien acabaría heredando a su clientela. Abundan en él los Martes, las Venus y los Cupidos, y llaman la atención el espectacular El rapto de Europa, en la que esta aparece sentada sobre el toro manso que es Zeus, y una Alegoría de la batalla de Lepanto en cuya parte inferior vemos una intensa batalla marina mientras en la superior está la virgen discutiendo con sus coaligados.

Veronese morirá con 60 años, una edad de defunción normal para la época pero que a él le pilló muy activo, todavía curioso y con la ambición de buscar nuevos rumbos para su pintura. En su última etapa, como dice el comisario Enrico Maria Dal Pozzolo en el catálogo, ‘sus composiciones adquieren acentos más dramáticos y el cromatismo se vuelve más oscuro, avanzando a menudo ciertas soluciones del siglo XVII’. Los desencadenantes ambientales de esa nueva aproximación a la pintura, más sombría, los describe Miguel Falomir. ‘El impacto demoledor de la peste veneciana de 1576, que se llevó una cuarta parte de la población, incluyendo a Ticiano. Y el Concilio de Trento. Es significativo, en los dos últimos cuadros suyos que se conocen, que están en la exposición y son los últimos documentados, la importancia que tienen los sacerdotes vestidos como los sacerdotes contemporáneos, la importancia que tiene la Eucaristía… De hecho, sus últimas obras son protobarrocas, con un uso de la luz claramente simbólico’. La temática es la esperable: crucifixiones, resurrecciones, paisajes yermos, puñaladas y cabezas cortadas con un punto bastante cruento. Un buen ejemplo es su Cristo muerto sostenido por dos ángeles, un Jesús macilento apoyado en dos figuras que, estas sí coloridas, encarnan la vida. Es uno de los cuadros que cierra la muestra en la última de las salas, la que recoge su legado: ese cuadro inspirará, entre otras, las obras de Rubens y Alonso Cano sobre el mismo tema que tiene justo al lado.

El cuarto de siglo que lleva el Prado recuperando y poniendo en valor la escuela veneciana se ha plasmado no solo en las exposiciones mencionadas, sino también en un ingente programa de investigaciones y restauraciones que ahora también se cierra con esta muestra dedicada a Paolo Veronese que se podrá visitar hasta el 21 de septiembre de 2025, probablemente la más importante de las temporales que la pinacoteca madrileña acogerá este año.

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