A finales de los años 20, Henry Matisse sufrió una crisis creativa y una depresión que le llevó a dejar de pintar durante un año mientras se cuestionaba su propia obra. Entonces se dedicó a estudiar en su casa unos cuadros de Joan Miró -23 años menor que él- que le había dejado prestados su hijo Pierre, marchante del artista catalán desde 1934, quien fue fundamental en la difusión de su obra en Nueva York e hizo de puente entre ambos.
Fueron estas pinturas, algunas de las cuales Matisse guardó en su casa de París durante una década porque coincidió con la Segunda Guerra Mundial, las que estimularon una ‘revolución en su mente’ y le inspiraron para ‘reiniciar’ su enfoque artístico, explica el historiador del arte Rémi Labrusse, comisario de la exposición MiróMatisse. Más allá de las imágenes, que hasta el 9 de febrero de 2025 explora en profundidad, en la Fundació Miró, la relación entre ambos artistas, unidos sobre todo por el ‘vitalismo’.
Como resume el director de la Miró, Marko Daniel, el bello recorrido que propone la muestra presenta ‘cómo estos dos grandes artistas revolucionaron la pintura, rompieron patrones del pasado para introducir nuevas maneras de ser artista y de ver el mundo’ inspirando aún hoy a los artistas contemporáneos. Es, añade, ‘un diálogo inédito a través de obras maestras’, algunas llegadas del MoMA de Nueva York, del museo Reina Sofía de Madrid, del museo de Grenoble, de las respectivas familias y de coleccionistas privados.
La influencia y la admiración fueron mutuas. Ya en la década de 1910, en sus años de formación en París, en su círculo de artistas franceses y catalanes, y luego de nuevo en la de los años 40, el surrealista Miró (1893-1983) había mirado y admirado a Matisse (1869-1954), expresando su interés por el fauvismo y todo su color que había encumbrado Matisse. Deseaba, había escrito el pintor barcelonés, crear obras que tuvieran ‘un espíritu ‘fauve’, pero dentro de la poesía, que recuerden en cierta manera las buenas telas de Matisse, pero sobrepasándolas’, y que fueran más ‘brutales’.
‘No se trata de un maestro y un discípulo, ni de alguien que imita al otro -recalca el comisario-. Hay una energía compartida, producida desde antes de conocerse y después por la relación entre ambos, un estímulo recíproco de dos artistas que comparten intuiciones. Sus obras no se parecen pero sí dan la sensación de comunicarse entre sí’. Como ejemplo de este ‘choque visceral’, Daniel señala dos lienzos de la última sala, uno junto al otro: El guante blanco (1925), de Miró, y Vista de Notre-Dame (1914), de Matisse. ‘Ambos son sobre fondo azul, pero son dos azules tan distintos que ofrecen un potente diálogo. Son dos maneras excepcionales de representar el arte que rompen el espacio y dejan atrás los límites’.
Para el pintor francés, Miró era ‘un pintor de verdad’. Para el catalán, Matisse era ‘un grandísimo pintor’. Como contó en 1942 Matisse al poeta Louis Aragon, amigo de ambos, Miró ‘puede representar cualquier cosa en su lienzo… Pero si, en un punto determinado, ha colocado una mancha roja, puedes estar seguro de que es ahí, y no en ningún otro lugar, donde debe estar… Quítala, y el cuadro se cae’. Señala esa frase en la pared, acompañada de diversas pinturas del catalán en que destacan manchas rojas, en la última sala de la exposición, patrocinada por la Fundación BBVA y coproducida junto al museo Matisse de Niza, que acogió primero el proyecto.
Labrusse persigue los lazos entre los dos. Como la cultura catalana y la fascinación por la luz y la vida rural del Mediterráneo. Miró admiraba Mont-roig (Tarragona) y Matisse, Colliure, cerca de la frontera francesa, cuna del fauvismo, y en 1917 Miró ya vio una obra del francés en una exposición en Barcelona y en otra de 1920 de las galerías Dalmau expusieron ambos. Pero, sobre todo, lo que los acercó fue ‘la dimensión crítica del arte que proponían’, apunta el comisario. ‘Intentaron deconstruir una tradición, cuestionar un estilo y la manera de percibir las imágenes. Matisse, con el concepto de estética decorativa, que anima los objetos, y del vitalismo, y Miró, con el asesinato de la pintura tradicional -añade-. Ambos compartieron ese momento de ruptura, de cuestionar una tradición de muchos siglos de representación de figuras reconocibles, y les caracteriza una reconstrucción, un recomienzo, como decía Matisse’.
Obras de la exposición 'MiróMatisse. Más allá de las imágenes' / EFE / Enric Fontcuberta
De aquella fase de crisis del francés se muestran ‘sus fracasos’, que sin embargo le dieron un éxito internacional. ‘Ya no aceptaba su producción de posguerra, unas pinturas clásicas y reaccionarias como las de ‘cargantes odaliscas’ muy cotizadas en el mercado, decía Miró. Se sentía atrapado en ese camino y en 1930 dejó de pintar para volver a empezar por un camino no trazado, el de grandes ‘decoraciones’ arquitectónicas’.
A pesar de ser de generaciones diferentes, ambos artistas se profesaron una admiración mutua y ambas familias estrecharon lazos hasta el punto de que cruzaron regalos -pinturas dedicadas e inéditas en Barcelona- unos para la nieta de Matisse y otro para Maria Dolors, hija de Miró. Y tenían amigos en común, escritores como el surrealista Andre Bréton, el citado Aragon o el yerno del francés, Georges Duthuit, y los directores de revistas Christian Zervos y Tériade, para los que colaboraron. Una fotografía les recuerda en 1936, charlando sentados en la terraza del café parisino Les Deux Magots.