Había un ambiente distinto en Mad Cool este sábado, en la que era la última jornada ‘normal’ del festival, antes del cierre electrónico y diurno que tendrá lugar este domingo. Se veía ya en las filas de personas que, por la tarde, caminaban hacia los accesos por las rotondas y avenidas que rodean al recinto Iberdrola Music: un enorme número de familias, de padres con niños de todas las edades, además de pandillas y pandillas de adolescentes, adolescentes por todas partes. También, un mayor porcentaje de público femenino en un festival que este año, en su cartel, tenía una abrumadora mayoría de artistas masculinos. La razón era evidente: este era el día de Olivia Rodrigo, la gran estrella de esta edición si nos fijamos en sus gigantescas audiencias en redes y plataformas. Una todavía jovencísima ex-estrella Disney incluida por derecho propio en esa pugna, esencialmente femenina, por el cetro del pop contemporáneo. Su capacidad para convocar a ese público de menos edad era especialmente llamativa en medio de una programación, la de estos días, con acento rockero y maduro.
Cuando llegó su hora, pasadas las 23:15 de una noche con la temperatura perfecta para disfrutar de la música, y sonaron los acordes grabados del tema de The Go-Go’s We Got The Beat, llegaron los primeros alaridos adolescentes entre el público, con el escenario todavía vacío. Ese sonido agudo de la masa en éxtasis no cesaría en todo el concierto. En la pantalla apareció la cantante, gigante, haciendo equilibrios en una cuerda floja, y las guitarras apuntaron los acordes rockeros de Obsessed. Salió entonces ella, top y micropantalón negros que desprendían mil brillos, y comenzó a dar brincos mientras se entregaba a uno de los temas de su mitad punkrockera, ese que versa sobre la obsesión “con tu ex”. La banda, mayoritariamente femenina, apoyaba con robustez a la cantante con guitarras a tope de volumen y punteos virtuosos cuando era necesario.
Con Vampire llegaba la primera balada de la noche, y con ella la otra cara de la cantante, su otra mitad, la que puede quedarse sola en escena con su piano o con su guitarra y bordar un tema intimista ante decenas de miles de personas. No es que hubiera lágrimas entre las fans más aguerridas, es que algunas lloraban a moco tendido por la emoción de estar acompañando a su ídola en una canción que dice lo que ellas querrían decir a quienes ya les han roto unos corazones todavía jóvenes.
Olivia Rodrigo, con las músicas de la banda que la acompaña. / Fernando Villar – EFE
Por mucho que sea una criatura del show business, hay muchísima verdad en Rodrigo. Para empezar, porque en su directo no hay duda, como pasa en tantos otros, de que es ella quien canta, sin voces pregrabadas ni programas correctores. En su chorro se nota el esfuerzo, el efecto de los bailes, las carreras y los brincos por el escenario. Luego, cuando se sienta al piano y entona sola Drivers License, queda claro todo el poderío de su voz, la calidad técnica de quien lleva casi desde el jardín de infancia cantando, tocando, actuando.
Sonaban rápidos, contundentes, un poco Shampoo, un poco Hole, un poco metaleros incluso, fogonazos como Bad Idea Right, Love is Embarrassing o So American. Sonaban en cambio melancólicos, conmovedores de verdad, la torch song Traitor o ese vals como de garito de Tennessee que es Happier. La propina fue pura fuerza, puro gozo liberador de cuerpos y espíritus: Brutal, all-american bitch, good 4 u y la apoteosis final con get him back!… No hubo ni un momento de pirotecnia en el show, no hubo prácticamente proyecciones, pero nada de eso hizo falta. Fue una arrolladora demostración del poder de la música bien hecha, sin aditamentos ni parafernalias adicionales.
Arde Bogotá, reyes locales
Arrollador fue también el concierto de Arde Bogotá, otro de los platos fuertes de este sábado. La banda de Cartagena se ha convertido en la nueva gran referencia de una cierto rock supuestamente alternativo español, y una de las claves de su éxito, como el de buena parte de los grupos con los que comparten esfera, es la fuerza de su directo. El de Antonio García y los suyos es irreprochable. La banda tiene una solidez impresionante, y su frontman, con sus aires de poeta en éxtasis permanente y voz a lo Bunbury, aún sobreactuado, se come el escenario.
El cantante del grupo Arde Bogotá, Antonio García, en primer plano durante el concierto que han ofrecido este sábado en Mad Cool. / Fernando Villar – EFE
En su concierto madrileño lucían una escenografía como de planeta perdido, con rocas de atrezzo sobre el escenario y un enorme sol sobre el desierto proyectado a sus espaldas. Verle encaramado a lo más alto entonando Exoplaneta y La torre Picasso tenía algo de ceremonia colectiva casi religiosa. Toda esa intensidad (en Flores de venganza, en Cowboys de la A3, en Escorpio y Sagitario, en Virtud y castigo…), toda esa descarga mesiánica, pero sin mayor magia ni misterio, se acaba haciendo algo monótona. Pero los suyos son himnos catárticos a los que la gente responde entusiasmada, y decenas de miles fueron los que se reunieron en torno a su escenario para no perderse un concierto que seguro que ya habían visto antes. García mencionó varias veces el mar y cómo se le echa de menos en Madrid, y a quienes lo añoran les dedicó La salvación, el mayor de sus hits. Luego sonó Los perros y el escenario se inundó de rojo con la proyección de un dóberman, y remataron la faena convirtiendo Antiaéreo en una fiesta.
Entre Annie Clark y Jared Leto
No era Rogrigo la única gran estrella femenina de esta jornada. Si ella ocupaba el hueco de los artistas masivos y los grandes escenarios, pocas horas antes, en uno más secundario, se podía ver a St. Vicent, una artista hiperactiva a la que en Madrid nos hemos encontrado una y otra vez, en salas y festivales, en los últimos años. Esta vez llegaba para presentar su último disco publicado hace un año, del que unos meses después, en otoño, sacaba una versión íntegramente en castellano: All Born Screaming se convertía en Todos Nacen Gritando. La pregunta en el ambiente era, pues, si ya que estaba en España cantaría sus canciones en el idioma local. La respuesta llegaba rápido, cuando arrancó con Broken Man, de ese disco, y no su versión Hombre roto. No utilizaría el español más que para saludar y en algún verso suelto de alguno de sus temas. Un poco de agradecer, porque aunque tiene mucho valor haberse atrevido a hacer un disco en otro idioma, su uso del español es terrorífico.
En el show, con el lucimiento de guitarras habitual (Annie Clark es una autoridad en este instrumento), cayeron temas de ese álbum pero hubo también algunos saltos a otros momentos de su carrera: Los Ageless o New York, por ejemplo, de aquel disco fantástico que fue Masseduction (2017), quizá todavía su obra mayor. No había esta vez esos visuales espectaculares que ha lucido en otras ocasiones para reforzar el discurso de su rock de galería de arte neoyorquina. Era todo sobriedad en escena, y el sol deslumbrante de la tarde madrileña tampoco habría permitido ver mucho más, pero los músicos lo suplían con teatralidad. Hubo unos minutos en los que las guitarras se quedaron sin sonido pero ellos, de tan metidos que estaban en la performance, ni siquiera se dieron cuenta. Terminaron con una velocísima All Born Screaming a ritmo casi de rave. Había ganas de más, pero el programa obligaba a ceder espacio a otros conciertos.
Esos horarios tan estrictos, lógicos en los festivales, fueron los que forzaron a Thirty Seconds to Mars a reducir la duración de su show. La banda, explicó Jared Leto desde el escenario, había actuado este viernes en Barcelona, y cuando les tocó viajar el sábado a Madrid las cosas se complicaron por culpa de la DANA que afectaba a Cataluña: primero, su vuelo cancelado; se fueron entonces a Sants y su tren también fue cancelado; cuando volvieron al aeropuerto, su nuevo vuelo salió con retraso. Consecuencia: llegaron tarde a la capital y empezaron su concierto con veinte minutos de retraso. ‘Gracias por esperarnos’ gritó el actor a su público al final de un show corto en el que hubo muchísima pirotecnia y confetti desde el primero de sus temas, Kings & Queens, y una sobredosis letal de épica y de oooh oooohs y pararararararas. El sonido contundente y la habilidad de la también estrella de Hollywood para comunicar con su público son incontestables, pero tanto circo causa empacho. Cerraron su actuación subiendo a un montón de fans al escenario para cantar con ellos Closer To The Edge.
Por la tarde, un rato antes que St. Vincent y que la banda de Jared Leto y su hermano, había actuado el otro ídolo teen de la jornada, un complemento masculino pero absolutamente descafeinado de Olivia Rodrigo. Finneas es nada menos que el hermano de Billie Eilish, y se presentaba en el escenario con el aspecto de un Kurt Cobain aseado (la melena rubia, las gafas de sol, la camisa con print animal) para despachar un show concebido para desatar sudores adolescentes, todo contoneos, gracietas y bailes pretendidamente sexies. Pero las suyas, a diferencia de las de su hermana (y eso que él le ha ayudado con alguna), son canciones completamente inanes. Empezó con algunos de sus temas más animados, Lotus Eater y Cleats, esta última con su riff de guitarra a lo Talking Heads, pero no tardaría en sentarse al piano a hacer lo que le gusta, unas baladas que parecen fabricadas con moldes y con una buena dosis de azúcar, como los polos en el congelador de casa. Cuando las cámaras enfocaban a las primeras filas, apenas se podía ver a un ser humano con edad de haber pasado la EvAU. La chavalada disfrutaba y hacía mucho vídeo, que hay que lucir los tiktoks con los amigos. Seguro que los de las mangueras refrescándoles serán de los que más circulen.
Otros que tampoco convencieron, en este caso en el cierre, ya de madrugada, fueron Justice. La música del dúo parisino de electrónica es inevitablemente bailable, así que el efecto que se desea se da por descontado: la gente se mueve. Otra cosa es que todo suene ya trillado, como si llevaran 20 años dando el mismo concierto, todavía hieráticos cada uno a los mandos de su mesa de control disparando secuencias y efectos, o quién sabe si simplemente dándole al play a un archivo de audio. Siguen ahí los ritmos gruesos, los sintetizadores setenteros, esas voces perdidas en infinitos ecos (que por supuesto siempre son pregrabadas), un poco house, un poco electro, un poco disco, con un toque funk, con algún arrebato tecno. Sonó Neverender, uno de sus éxitos reciente, y sonaron Genesis o D.A.N.C.E., ya clásicos. Bailar, insistimos, se baila, pero ya nadie pone el entusiasmo de antes: ni ellos allí arriba ni el resto aquí abajo.