Mad Cool supera el traspié eléctrico de su primera jornada gracias a la pirotecnia rockera de Muse y la energía joven de Gracie Abrams y Royel Otis

Se mascó la tragedia (musical) en la primera jornada de Mad Cool cuando los dos escenarios principales se quedaron, casi consecutivamente, sin electricidad por el calentamiento de uno de los generadores debido a las altas temperaturas. Fueron minutos de crisis con dos de los cabezas de cartel, primero Gracie Abrams en el escenario principal, luego Iggy Pop en el segundo, en el más rotundo silencio. Pero la cosa se recondujo y finalmente la jornada pudo celebrarse con normalidad, con los 50.000 asistentes que esperaba la organización disfrutando de una cita musical que, como el año pasado, parecía empezar a esta rodada, hecha la salvedad de ese fallo eléctrico, en comparación con las infaustas entregas del pasado.

Pintaba esta una edición de Mad Cool muy rockera y bastante viejuna, sin mucho atractivo en el cartel, al menos en sus nombres principales, para el público veinteañero. Es conocido que el festival madrileño perdió la puja por esas tres grandes estrellas que están marcando la agenda del pop actual y que se llevó el Primavera Sound, Charlie XCX, Chappell Roan y Sabrina Carpenter, y aquello causó un cierto roto. El target de esta cita nunca han sido los más jóvenes, pero este año la cosa parecía ir un poco más allá en el acento senior. Y es cierto que el grueso de su público lo compone una generación entre los 35 y los 45, o los 50 incluso, los que ya tienen posibles para gastarse esas pequeñas fortunas que suponen las entradas o una simple cerveza. Pero a pesar de todo, y quizá por la pujanza creciente de Madrid como destino turístico, había también un sector importante de asistentes jóvenes en la primera jornada del festival que se celebraba este jueves, con una presencia destacada, en esas franjas, de público extranjero.

Semanas antes de su inicio, la organización se había topado con más sobresaltos: la propuesta más destacada de su primera jornada, Kings of Leon, se caía del cartel a finales de mayo por la lesión de uno de sus miembros. Afortunadamente, estaba a tiro una banda perfectamente alineada con la filosofía del festival, Muse, que enseguida confirmó que sería su relevo. En el proceloso mundo de las grandes giras, que se programan a uno o dos años vista, las cosas no suelen ser tan fáciles. Mad Cool puede festejar esa suerte, porque la banda de Matt Bellamy y los suyos cumplió su misión: vino, vio y venció, como suele hacer cada vez que se sube a un escenario, en el Iberdrola Music de Villaverde.

No fueron ellos los únicos que se llevaron el gato al agua de las actuaciones aclamadas en este primer episodio del festival. Dos propuestas jóvenes, una entre los cabezas de cartel, Gracie Abrams, y otra entre los de segunda fila, Royel Otis, dejaron muy alto el listón de las nuevas generaciones de artistas. La primera, sobreponiéndose con arte y bastante valor a esa caída total de sonido en su escenario después de medio concierto ejecutado con brillantez. Los segundos, porque fueron ellos, apoyados por una inmensa legión de ese público joven y guiri, los que hicieron del festival, en sus difíciles primeras horas, una fiesta en la que no todo iban a ser cuarentones celebrando su música.

La previsible infalibilidad de Muse

Corría ya una agradecida brisa nocturna cuando, a eso de las once de la noche, Bellamy y sus compañeros salieron al escenario y comenzaron a sonar los sintetizadores de Unravelling, su último single publicado hace solo unas semanas. En él se concentran todas las esencias de la banda inglesa: las voces épicas, las guitarras casi metaleras, el pespunte electrónico y esos cambios dentro del mismo tema, de la paz a la tormenta, a los que son tan aficionados. En un Mad Cool 2025 que tiene bastante de ‘operación nostalgia’, Muse llegaban al asalto para hacer felices a quienes les llevan siguiendo desde que su cantante llevaba el pelo pincho, allá por finales de los 90.

La banda no tiene álbum nuevo desde hace tres años, y su show fue un repaso a su carrera: sonaron una tras otra, como una verdadera tormenta sónica, Hysteria, Map of Problematique, Simulation Theory: JFK, Thought Contagion, Compliance, Plug In Baby… El viaje llegó incluso a su primer álbum, cuando todavía se les veía como una especie de cara B (bastante B) de Radiohead, aquellos Muse de antes de los esteroides: ese intenso momento falsete que es Unintended. Bellamy se sentaba al piano con United States of Eurasia, y poco más tarde, como es tradición, la harmónica morriconiana de Hasta que llegó su hora marcaba el principio del fin del concierto con la megalómana Knights of Cydonia, apertura a una propina que traería una Isolated System remezclada, Undisclosed Desire y el cierre con Starlight y un impresionante despliegue de pirotecnia.

Si lo de Muse tenía aroma a pasado, lo mismo, pero más acentuado, se percibía con el concierto anterior y la otra gran estrella de la jornada, Iggy Pop. Lo que sucede con el de Michigan es que él, leyenda donde las haya y el superviviente más descamisado de los 60 (su legendaria forma física ya no es tal y su aspecto parece el de un náufrago varado en una isla desierta, aunque la energía siga casi intacta) se ha convertido en una entidad más allá del tiempo. Ayuda además lo de que cuente con un repertorio esculpido en roca, una carrera de seis décadas que, una vez más, vuelve a resumir sucintamente en su nueva gira.

Después de soportar su ración de minutos sin electricidad en el escenario, y una vez que volvió el sonido, de sus primeros años al frente de The Stooges caerían temas como Raw Power, todo un fogonazo entre el glam y el garaje, la punkrockera I Got a Right o el himno absoluto que es I Wanna Be Your Dog, con su momento entonado a lo Elvis incluido. Aquel pasado remoto se saltearía después con algunos de sus hits posteriores en solitario: The Passenger, con el la-la-la-la de su estribillo cantado como en un karaoke a cielo abierto, y Lust for Life con sus brincos y sacudidas casi psicóticas, serían solo algunos de los clásicos interpretados por una banda hoy ya algo menos punk, porque hasta tiene una aburguesada sección de viento.

La guinda entre los grandes la pondría Weezer. No es fácil ver en acción a la banda de Rivers Cuomo y los suyos, así que escucharles en directo, a la banda reina del indie-no indie americano, el gafapastismo hecho música, tenía algo de celebración, de reencuentro después de demasiados años. Desgranaron sobre todo su primer disco, el azul, del que el año pasado se cumplieron 30 años, y sonaron hitazos como The World Has Turned and Left Me Here, My Name is Jonas o In the Garage, además de éxitos sacados de otros discos como Island In The Sun. Cuando remataron con Buddy Holly, la cosa había sabido a poco.

Energía joven

Pura lozanía, sin embargo, era la que había lucido un rato antes otra cabeza de cartel, Gracie Abrams. El curriculum de la artista norteamericana, o más bien su biografía, son de los que dan rabia: criada en Pacific Palisades, en el seno del privilegio de Los Ángeles, es hija de JJ Abrams, creador entre otros de la serie Perdidos, y de una importante productora. Ahora sale con el sex symbol Paul Mescal, y fue telonera de Taylor Swift en su Eras Tour. Todo eso podría predisponernos a tenerle manía, pero lo cierto es que es un producto tan perfecto del show business que todo en ella funciona.

Gracie Abrams, momentos antes de que su concierto se quedase sin electricidad en Mad Cool. / Ricardo Rubio – EP

El festival no se lo puso fácil. Había transcurrido media actuación cuando un fallo eléctrico dejó en silencio su escenario. La banda enseguida se percactó de que aquello no era momentáneo, y rápidamente abandonaron el escenario. Ella, sin embargo, se quedó. Primero arengando al público, después sacando una guitarra y cantando con él, aunque tan solo la escuchaban en las primeras filas. En esas estuvo un rato. Luego desapareció unos minutos, y cuando volvió a salir lo hizo con la banda, el sonido brotó de nuevo y pudieron ejecutar Close To You animando al público a desmelenarse con ella.

En la primera parte, mientras el sonido aguantó, y entre un cortejo algo excesivo a Madrid y los madrileños, Abrams demostró de lo que es capaz: la ejecución perfecta, la impactante belleza, el estilismo relajado de quien viene bien vestida de cuna. Cuando hay que ponerse rockera con Where Do We Go Now nadie le tose, y cuando hay que sentarse al piano para ejecutar una torch song como Cool, tampoco hay momento más íntimo y confesional. ¿Son memorables su música o su directo, casi diseñados con escuadra y cartabón? No, pero tampoco importa. Abrams es una profesional idónea para lo que ha sido siempre la música pop: la que es capaz de tocarnos a todos. Y en un festival como este, cumple a la perfección el desafío asignado: el de llenar un escenario grande cuando el calor parecía hacerlo imposible.

Los escenarios pequeños

Los festivales mastodónticos como este, con todos sus inconvenientes para el melómano, tienen también su parte positiva: los carteles son tan extensos que casi siempre hay algo interesante que ver en los escenarios pequeños. Una de las que arrancaba la tarde era la neoyorquina Blondeshell, cantautora de fuste predispuesta al ritmo y a las guitarras contundentes que, a diferencia de la mayoría de sus semejantes, solamente canta, sin tocar ningún instrumento en todo el concierto. Tenía algo cruel ver a la artista, de pelo rubio y piel clarísima, actuar con el sol de las seis de la tarde abrasándole la cara. Empezó con temas animados como 23’s A Baby o Toy, y giró a momentos más densos e intimistas con canciones como SepsisChange, aunque con el ruido que llegaba desde el escenario principal, lo del intimismo se quedase en mera hipótesis de trabajo. En condiciones ambientales como esas, hasta un temazo como Olympus sonaba desganado, pero es que cómo hacerlo de otra manera.

Tuvieron más suerte Fidlar, exponente del punk rock callforniano a los que les tocó actuar en una carpa cerrada y ligeramente refrigerada. Arrancaron a lo bestia, abriendo hueco entre el público para organizar el pogo, y desde ahí todo fue para arriba. Una versión asilvestrada de Green Day, supieron hacer la gracia de homenajear a sus conpañeros de cartel versionando, en clave macarra, Undone (The Sweater Song), de Weezer.

Pero la dinámica de los grandes festivales es cruel, y cuando Fidlar no llegaban a media actuación tocaba ver a Royel Otis, jovencísimo dúo australiano que son uno de los grandes hypes recientes y de manera merecida, porque su pop vitaminado es pura diversión y maestría melódica. Royel Maddell y Otis Pavlovic (para qué complicarse bautizando al grupo), guitarra el primero y voz los dos, llegaban acompañados de batería y teclados, y poco importaba sacrificar a Leon Bridges con tal de verles. Fue lanzar los primeros acordes de Going Kokomo y su rincón de Mad Cool, el mismo donde había actuado Blondshell pero ahora lleno hasta la bandera a pesar del calor, se convertía en fiesta.

Cada canción era una nueva descarga de feliz energía: de una Adored casi punk pasaron a Heading for the Door y su sintetizador electropopero . “Vamos a divertirnos”, dijo Pavlovic, pero la gente ya llevaba rato pasándoselo en grande. Herederos a la vez de Tame Impala, de Go Betweens y de Cut Copy, por citar solo compatriotas, siguieron con Kool Aid, MoodySofa King… Cada tema era un hit. En I Wanna Dance With You proyectaron en la pantalla “baila con la persona que tienes al lado”, y algunos lo hicieron. Luego vino su celebrada versión del Murder On The Dance Floor de Sophie Ellis Bextor, y después el canto coral en su aproximación al Linger de Cranberries, en el que asomaron entre el público algunas banderas irlandesas. Cuando terminaron con el hipercontagioso que es Oysters in My Pocket, el trabajo estaba ya hecho. Si llegan a colocar a esta banda cerrando, el festival habría explotado.

Una cosa que dejaban clara estos conciertos de primera hora era el enorme porcentaje que supone ya el público extranjero en un festival que siempre tuvo un punto bastante local pero que ahora empieza a parecerse al Primavera Sound en este aspecto. Que Madrid, todavía sin mar hasta que algun empresario local conectado invierta en traerlo, se haya convertido en un destino vacacional, es un factor importante. Había por todas partes británicos, sobre todo británicos, pero también un buen contingente de italianos, estadounidenses, franceses y… sí, australianos. Además de toda la nueva madrileñidad hecha de esa inmigración latinoamericana de alto presupuesto que, de tan lujosa, no parece inmigración. Quién lo hubiera dicho hace unos años, cuando la ciudad era todavía pura meseta y, si acaso, rompeolas de todas las Españas.

Respecto al recinto, el tan comentado y polémico Iberdrola Music (por las luchas vecinales y entre los ayuntamientos de Madrid y Getafe) ha vuelto a demostrar que puede ser un territorio bien organizado, lejos ya la primera edición que se celebró aquí en 2023, cuando todo fue caos y aglomeraciones. La reducción de aforo el año pasado, de los 70.000 espectadores anteriores a los 58.000 actuales, pone las cosas mucho más fáciles. El enemigo sigue siendo el de siempre: el calor. Es algo que repetimos cada año: quizá deberíamos de afrontar una reflexión colectiva sobre la idoneidad de celebrar festivales en Madrid en julio, porque los conciertos a plena luz del día volvieron a ser, como siempre, con temperaturas inhumanas. Estamos en guerra con el clima, y los festivales de verano en la capital son un descarnado campo de batalla.

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