La visión de El ángel azul forma parte de los sueños más húmedos. Cualquier seguidor de Marlene Dietrich conoce que la actriz, cantante y femme fatale alemana, icono de Hollywood, era una hermosa bestia de la moda vestida por Dior, Hermès o Chanel, una verdadera musa para los más grandes diseñadores. Tampoco se le escapa a nadie su gran afición por los cócteles, hasta el punto en que entre toma y toma de los rodajes, chupaba limones para no perder el contacto umbilical con el alcohol y pensando que la acidez cítrica haría que las arrugas en el entorno de su boca desaparecieran y sus músculos faciales se mantuvieran lo suficientemente firmes para que la cámara capturara los contornos particulares de su bello rostro.
El amor de Dietrich por la bebida era feroz y público. El Old Fashioned, a base de whisky canadiense, curaçao de naranja y bitter de angostura, agitado furiosamente con hielo y servido en un vaso bajo, se encontraba entre sus mezclas favoritas. En el Hi-Ho-Club, un local de Los Ángeles, preparaban una versión de ese cóctel que los barman llegaron a llamar ‘Marlene Dietrich’, por tantos como la actriz trasegaba al día.
Pero sus devotos sabemos que fue, además, una estupenda y dedicada cocinera. Los momentos íntimamente relacionados con la comida los desveló George A. Weth en un libro titulado Dinner at Marlene’s, donde cuenta las cenas en las que Dietrich no dudaba en ponerse un delantal y cocinar para sus amantes, para los amigos en general, e incluso en el rodaje Testigo de cargo (1957), la película dirigida por Billy Wilder en la que encarna a Christine Vole, la esposa del acusado de asesinato Leonard Vale (Tyrone Power). Allí, en el mismo set, preparó un gulash con pasta y una ensalada de pepino, seguidos de fresas al vino, como el mismo Charles Laughton comentaría más tarde, impresionado por la espontaneidad y la buena mano de la cocinera.
De imagen sofisticada, Dietrich amaba, sin embargo, la sencillez. Su receta favorita, según he leído y constata Weth, su biógrafo culinario, era el pot au feu, la carne hervida con las hortalizas más típica de Francia y que acabaría convirtiéndose en el centro mítico de la cocina del país vecino. Si lo quieren así, el equivalente a nuestro cocido madrileño pero sin garbanzos y chorizo.
No veo a Dietrich, a pesar de su espontaneidad, comiendo garbanzos. Aunque es posible que no llegara a aborrecerlos tanto como los nabos. El tercer invierno de la Gran Guerra, llamado en Alemania del colinabo, tuvo la culpa. Los alemanes, debido al bloqueo en el Mar del Norte y a la calamitosa cosecha de la patata en 1916, vieron como los colinabos, hasta ese momento destinados al forraje de los animales, pasaron a ser un alimento básico en su dieta de la cartilla de racionamiento de mil calorías.
Dietrich era entonces una adolescente en Berlín. Recordaba con cierto escalofrío cómo su familia comía colinabos en el desayuno, el almuerzo y la cena, y cocinados de todas las formas posibles. La mayoría de los alemanes tenían la cara amarilla por tanto colinabo, la suya en cambio permanecía radiante. El cutis perfecto, de porcelana, ya resaltaba en ella. Tras la Segunda Guerra Mundial, los nabos suecos volvieron a ser un alimento de supervivencia. Es comprensible que los alemanes tardaran décadas en volver a comerlos. Igual que les pasa a otros con los altramuces. En los años 90, era casi imposible encontrar colinabos en Alemania. Había que buscarlos, parece ser, en las zonas rurales más apartadas de Westfalia.
Volvamos al pot au feu y a su receta canónica. La que Dietrich seguía, aunque no al pie de la letra. Para hacer la olla al fuego de los franceses es necesario buen género y tiempo de cocción. Tres cortes de carne de ternera, de la pierna, pescuezo y morcillo, dos o tres huesos de tuétano, cebolla, clavo de olor, zanahorias de dos clases (grandes y pequeñas), un tallo de apio, nabos blancos, puerros delgados, un par de dientes de ajo, y un ramillete de hierbas aromáticas.
La carne y los huesos se ponen a hervir en abundante agua durante treinta minutos hasta espumar del todo el caldo. Los huesos se retiran y la carne sigue en el fuego cociendo lentamente dos horas y media más, junto con la zanahoria grande troceada, el apio, las hierbas, los ajos, y el clavo en la cebolla. Se retira del caldo todo excepto la carne, a la que se añaden las zanahorias pequeñas bien torneadas, los nabos enteros y los puerros, además de los huesos. Se sazona y se deja otros 20 minutos a fuego lento. Se escurren las verduras que se sirven junto a la carne cortada en rodajas y el tuétano. El caldo, aparte. Dietrich, como comprenderán, prescindía en su receta de los dichosos nabos que le recordaban aquel invierno de escasez en Alemania.