Se alzó con el último Premio Nacional de Historia por un libro tan oportuno como atractivo y curioso, que se lee casi como una novela. Oportuno porque revisa el devenir de un rey, Alfonso XIII, que no supo asumir la monarquía parlamentaria y se empeñó en intervenir contra la política, y la política cavó su tumba en el exilio; eso sí, en una agonía ‘españolísima’.
Novelesco también no porque invente o especule con las fuentes históricas, sino por su forma de contar: ‘Se ha dicho de los historiadores que somos escritores sin imaginación, pero necesitamos la imaginación para entender el pasado y encajar todas las piezas’. Reivindica Javier Moreno Luzón (Hellín, 1967) la historiografía bien escrita, amena y clara.
El rey patriota perfila a un monarca que ante todo fue un nacionalista español y un soldado que, rayano en la parodia vital, transitó del reformismo al reaccionarismo más castizo. Catedrático de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense de Madrid, Moreno Luzón repasa aquí el paralelismo entre Alfonso XIII y su nieto Juan Carlos I, quien no supo aprender de los errores de su ancestro (corrupción, promiscuidad y ‘borboneo’), frente a la actualidad de Felipe VI.
Y se pregunta cómo va a evolucionar la impactante actitud de este rey enfangado por la ira popular en Valencia y persistiendo en su apoyo a las víctimas. Por último: España no era diferente. ‘Demostrarlo nos ha costado muchísimo a los historiadores’.
P. Su Premio Nacional y la gran acogida por parte de los lectores, ¿indicarían que la historia puede escribirse de forma escrupulosa sin renunciar a la literatura?
R. No sé si se puede hablar de literatura, que son palabras mayores, pero estoy muy en contra de que los académicos vivamos en una especie de burbuja. Creo que es mucho más interesante tratar de escribir para un público más amplio, y escribir bien, hacer que nuestro trabajo sea atractivo y de fácil acceso. Y esto es lo que he intentado hacer, algo que en realidad me enseñaron mis maestros [aquí cita en primera instancia Santos Juliá]: he seguido una línea ya existente en la historiografía española.
P. ¿Alguna vez ha sentido la tentación de ser literato antes que historiador?
R. Se ha dicho a veces que los historiadores somos literatos sin imaginación, que buscamos en las fuentes históricas todos los detalles y cimientos sobre los que escribimos. Y si bien es en parte verdad, oculta algo esencial, y es que necesitamos de la imaginación para entender el pasado y encajar todas las piezas. Cierto que hoy se practica el diálogo entre géneros, pero sigue habiendo una gran barrera: todas nuestras afirmaciones deben basarse en fuentes contrastables, mientras que el literato está autorizado a inventar y a utilizar herramientas que a nosotros nos están vetadas. Los historiadores escribimos con el anclaje de la nota a pie de página, aunque sí nos es lícito el recurso estilístico que ayude a comprender.
P. ¿Un rey que respaldó dos dictaduras militares es un rey patriota en el sentido etimológico del término?
R. El título tiene un doble sentido. Por un lado, porque el hilo conductor del libro es la relación de Alfonso XIII con diversos proyectos nacionalistas, y la verdad es que yo no distingo entre ambos términos: básicamente es el mismo fenómeno político, social y cultural, pero solemos llamar patriotismo a lo que nos gusta y nacionalismo, a lo que nos disgusta. Fue un rey nacionalista español: se sentía el salvador de España. Y en segundo lugar, porque la palabra patriota remite a una acción: uno lo es porque hace algo en favor de su patria, está obligado a actuar. Y eso es precisamente lo que da sentido a la vida política de este rey, que nunca aceptó un papel meramente representativo como el que corresponde a un monarca parlamentario. Él decía: no puedo ser una figura decorativa, yo soy un rey moderno, y entendía que esa modernidad consistía en intervenir en la política, marcar el rumbo y dejar huella a través de sus propias acciones y de los proyectos que impulsaba; era incansable y acabó siendo muy conservador, reaccionario, contra revolucionario y nacional-católico.
P. ¿Y esa acción política, incansable, termina siendo el gran error que lo defenestra?
R. Bueno, nosotros conocemos el final de la película, y esto es algo que siempre digo a mis estudiantes: juzgamos la historia desde un punto de vista privilegiado: nosotros sabemos a dónde van a conducir los hechos que estudiamos, pero los actores, no. Y sí, al final fue su error, porque se identificó con ese sector de la opinión que apoyaba una determinada idea de España y se enfrentó necesariamente con aquellos que no la compartían.
P. ¿Qué significa que fue la suya ‘una agonía españolísima’?
R. Forma parte del discurso hagiográfico del rey. Los monárquicos pensaban que era sobre todo un gran patriota español, y cuando narran su muerte resaltan que el nombre de España no se le caía de la boca y que pidió el manto de la virgen del Pilar y se envolvió en el de las órdenes militares, y que tumbaron su cadáver en el suelo de aquella habitación de hotel de Roma, porque era lo que hacían los nobles hijos de la patria. Recrearon la escena en esa clave nacionalista.
Se ha dicho que los historiadores somos literatos sin imaginación. Y si bien es en parte verdad, oculta algo esencial, y es que necesitamos de la imaginación para entender el pasado y encajar todas las piezas
P. En otro orden de cosas, ¿tan poco aprendió Juan Carlos I del mal ejemplo de su abuelo que también se dejó engatusar por los contantes efluvios de las comisiones?
R. Efectivamente, se les compara porque ambos vieron deteriorada su imagen por su implicación en asuntos turbios y también, por las infidelidades matrimoniales o su debilidad por el sexo: de Alfonso XIII se ha dicho muchas veces que fue el primer promotor del cine pornográfico en España. Pero aquí estamos obviando lo fundamental, que es el papel político de uno, que apoyó la dictadura militar de Primo de Rivera, y otro, que al menos a la hora de la verdad defendió la Constitución frente a un intento de golpe de Estado en 1981. Además, a diferencia de su abuelo, Juan Carlos I sí fue un monarca parlamentario: renunció a los poderes que había heredado de Franco y aceptó que la Constitución le marcara unas funciones muy restringidas.
P. Tal vez el cadáver del generalísimo estaba demasiado caliente por entonces… ¿Qué sabemos en realidad de aquella decisión, qué se habrá llevado Sabino Fernández Campo a la tumba?
R. Hay evidencias de que Juan Carlos I estaba incómodo por la situación política previa al 23F y que muchos le sugerían la necesidad de dar un golpe de mano que rectificara su rumbo, y que él, aparentemente, les daba la razón. Pero lo esencial es que, en el momento decisivo, optó por defender la Constitución. Utilizó su papel como jefe de Estado, como símbolo de unidad y garante del orden constitucional, para imponerse sobre sus subordinados, que eran los militares.
P. ¿Usted ve a Felipe VI repitiendo el mal ejemplo de sus ancestros?
R. Felipe VI no debería desandar el camino que anduvo su padre en cuanto a la monarquía parlamentaria. Y sí es posible, y desde luego deseable, que haya aprendido lo que no aprendió su padre: además de aceptar una función meramente representativa, evitar a toda costa la corrupción.
P. Alfonso XIII tuvo cinco hijos bastardos y relaciones con una actriz, que en el caso de Juan Carlos I deviene simplemente cupletista. ¿Es este el significado preciso de borbonear?
R. No, lo que se entendía por borboneo era la tendencia de Alfonso XIII a dar la razón a sus interlocutores, a decirle a cada cual lo que quería oír y, luego, cambiar de opinión rápidamente. Por lo que muchos personajes políticos, militares e intelectuales que tuvieron relación con él se sintieron engañados. El borboneo es, digamos, ese regate corto del personaje.
P. Pasó del reformismo al reaccionarismo en un giro inopinado y, aunque usted sostiene que la culpa fue del triunfo bolchevique, ¿no era en realidad un rey sin ideología, un káiser Codorníu a decir de Miguel de Unamuno o lo que hoy equivaldría a un Donald Trump?
R. Al rey le impacta mucho el primer movimiento revolucionario ruso, el de febrero de 1917 que obliga a la abdicación del zar. Esto reafirmó su adhesión a la política neutralista que ya seguía España. La Gran Guerra había puesto del revés la vida de los rusos, y él temía que esto pudiera ocurrir también en España si entraba en la guerra. Por otro lado, él se sentía un soldado, y reafirma sus vínculos con los militares, a los que consideraba sus colegas y el principal sostén del trono: la idea era que sin ejército no hay monarquía. El hecho de que de repente se descompusiera la monarquía rusa, una de las monarquías más antiguas de Europa, que además era una de las grandes potencias clásicas del escenario europeo, y que los propios soldados no obedecieran a sus generales e incluso los aristócratas se revelaran contra el zar, se convirtió en una amenaza que fue el acicate de una deriva reaccionaria derechista que él acabó abrazando.
La familia real mantiene cierta aura de estar por encima de los conflictos cotidianos, y esto se perdió en Valencia por un momento
P. Pero ¿fue un personaje sin ideología y sólo interesado en el poder, lo que hoy equivaldría a un Trump o un Putin?
R. El rey era ante todo un militar, que hizo el viaje ideológico de tantos otros militares antiliberales de la época en Europa, que echaban la culpa del devenir a los políticos. Pero no carecía de ideología: era un españolista. No era una persona intelectual ni leída ni culta, pero estaba informado y muy al día del devenir de los acontecimientos a través de la prensa y del cuerpo diplomático. Y promovió asuntos como el acercamiento a EEUU tras el desastre del 98. Pero es en la crisis posterior a la Gran Guerra cuando se decanta una postura clara desde ciertos sectores políticos y militares: hay que imponer una dictadura, y a ellos se suma el rey, que incluso juega con la idea de ser él mismo el dictador.
P. ¿Vislumbra en Felipe VI alguna ideología o es impensable hoy un perfil político en las monarquías?
R. Yo entiendo que Felipe VI, como ciudadano, tiene sus ideas y opiniones, por supuesto, pero no debe ni puede expresarlas: es impensable, sí. El momento más arriesgado de su reinado fue frente al procés catalán, un posicionamiento que le ha hurtado capacidades arbitrales, poniéndole en contra de buena parte de la opinión catalana y vasca.
P. En cambio es más escénica que antes la monarquía española, ¿a qué instinto popular apela esa escenificación?
R. La monarquía escénica es el concepto que explica la adaptación de las monarquías al mundo contemporáneo. Las casas reales son unos armatostes del Antiguo Régimen que tienen que lidiar con la emergencia de lo que podríamos llamar la política de masas. Y frente a eso lo que hacen es recurrir a la fuente de legitimación de todos los sistemas políticos contemporáneos: la nación. Y esto es común a todas las monarquías europeas: los Hohenlohe se hacen alemanes; los Románov, rusos; los Saboya, italianos, y los Borbones, españoles. Y todo esto da lugar a la propaganda nacionalista de los grandes espectáculos de masas, desde los más ligados a la vida de la familia real, como bodas reales o entierros, hasta los que se van inventando sobre la marcha, como viajes, veraneos regios, jubileos, etcétera. Se les pide que se muestren como los demás, es decir, como si de repente entraran en tu casa.
P. ¿Qué pensó usted cuando vio a los Reyes vapuleados y con los rostros enfangados por la [lógica] inquina popular en Valencia?
R. Yo creo que la clave de esa exposición es mostrar que el Rey, como cabeza del Estado, está con las víctimas de la catástrofe, es algo que ya hacía Alfonso XIII. Recuerdo una de sus escenas tras unas inundaciones: llega, se sube a un pilón de barro y se enfanga hasta arriba en medio de aplausos. Lo que ha cambiado es la actitud crítica de la gente. Sí ha debido de ser un impacto importante que no sabemos cómo va a evolucionar: la familia real mantiene una cierta aura o magia de estar por encima de los conflictos cotidianos, y esto se perdió por un momento. Pero es que a partir de la crisis del reinado de Juan Carlos I tampoco tenemos encuestas de la aceptación ciudadana de la monarquía.
P. En un momento dice que el sistema parlamentario no está hecho para la indomable psicología española, y aunque se refiere al acontecer de hace un siglo, ¿no sería lo que estamos atendiendo una vez más?
R. Esto es lo que decían algunos reaccionarios, defendiendo que Alfonso XIII hubiera apoyado una dictadura. Mira, otro de los importantes empeños de este libro es hacer ver que España no es diferente. Hace un siglo este país estaba inmerso en los mismos procesos que se vivían en toda Europa, entre otros, la transformación de la monarquía. Hoy, la crisis de las democracias parlamentarias es evidente en todas partes: no es nada específicamente español. Atendemos tiempos políticos turbulentos, la extrema derecha antiliberal y antiparlamentaria está creciendo internacionalmente, se habla ya de democracias iliberales donde no existe la separación de poderes ni se respetan las libertades y derechos básicos de muchos ciudadanos. Cada vez resulta más difícil formar gobiernos con mayorías, e incluso cuando los hay, se ven vapuleados, y un buen ejemplo de esta deriva es el regreso de Trump a la presidencia de EEUU. El proceso de deterioro democrático es evidente, pero en España no hemos llegado al peor de los escenarios. La extrema derecha es el tercer partido en el Congreso de los Diputados, sí, pero los partidos tradicionales aún sobreviven y son los únicos que pueden encabezar gobiernos, cosa que no ocurre en otros países, como Francia. Los españoles tendemos a ver nuestra vida política como algo excepcional, pero no es así, y a los historiados nos ha costado mucho demostrar que no, que España no es diferente.
‘El rey patriota. Alfonso XIII y la nación’
Javier Moreno Luzón
Premio Nacional de Historia Española 2024
Galaxia Gutenberg
592 páginas, 25 euros