De los muchos autores a los que les debo que la literatura se convirtiese, desde muy pronto, en un elemento sin el que no entiendo la vida, quiero recordar hoy a Paul Celan. Escritor culturalmente mestizo, nacido en 1920 en una Rumanía que casi aún era austrohúngara, criado y formado en hebreo y en alemán, filólogo románico y poeta que dialoga con los grandes filósofos de su tiempo.
Dijo Adorno que era imposible escribir poesía después de Auschwitz, y Celan, que propuso su poesía como una conversación con Adorno, Heiddegger o Freud, también como un kaddish por sí mismo y los millones de judíos asesinados por el nazismo, contradijo al padre de la escuela de Frankfurt convirtiendo las nubes de ceniza, los ladridos de los perros y los gritos en la noche en gran lírica alemana y europea.
El dolor hay que llevarlo hasta los territorios de la belleza para hacerlo eterno, para que no se olvide nunca, para que sea cantable, para acose la conciencia de los asesinos durante generaciones y corone de flores a los asesinados. Lorca escribió sin saber qué estaba contando realmente: “Cuando se hundieron las formas puras bajo el cri cri de las margaritas, comprendí que me habían asesinado. Recorrieron los cafés y los cementerios y las iglesias, abrieron los toneles y los armarios, destrozaron tres esqueletos para arrancar sus dientes de oro. Ya no me encontraron. ¿No me encontraron? No. No me encontraron” y nunca se ha contado mejor la guerra Civil española que a través de esta profecía extraña y surrealista, nadie ha transitado con más hondura el escalofrío.
La primera vez que leí a Paul Celán, en una edición de Hiperión, yo era demasiado joven, aún una preadolescente, y no entendí nada pero lo entendí todo, en esa lectura descubrí el impacto y la belleza de lo desconocido que algún día te será revelado, supe que esos versos, que ese poemario debía conservarlo cerca muchos años hasta encontrar la clave para entenderlo, pero ya esa primera lectura me hizo llorar, y esas lágrimas deformaron las páginas, las acartonaron, aún tengo ese viejo libro en la estantería con forma de acordeón.
Cuando conocí cómo había sido la vida de Celan, su internamiento en un campo de trabajo, el asesinato de sus padres en campos de exterminio y su propio suicidio -arrojándose al Sena-, porque a veces han conseguido asesinarte pero tú no te das cuenta hasta décadas después, entonces, empecé a descifrar el oscuro surrealismo de Celan, su riqueza de formas y figuras de sueño y pesadilla, de amor y oscuridad.
Escribió Celan en Fuga de muerte: “Negra leche del alba la bebemos por la tarde / la bebemos al mediodía por la mañana la bebemos por la noche / bebemos y bebemos / cavamos una fosa en el aire allí no hay estrechez”.
La imagen no me ha abandonado jamás, ni como lectora, ni como escritora. Pensaré siempre en las almas que ascienden por las chimeneas de los campos de muerte, enroscadas, libres ya de todo dolor, haciéndose un hueco ancho y fresco entre las nubes hasta que llegue el momento en el que regresen a la tierra en forma de lluvia y nos empapen a todos con su poesía.