Quien haya frecuentado la obra de Andy Warhol habrá sentido que muchas de sus propuestas resultan, a primera vista, irritantes por su banalidad, una suerte de provocación. Pero ese degustador concienzudo también habrá comprendido que aquel tipo pálido como un cadáver, de aspecto enfermizo y un poco repulsivo, llevaba dentro de sí un sensor único para detectar las líneas de fuerza de su tiempo, entre las cuales la estupidez consentida y la tentación de lo efímero no eran las menos relevantes.
El coleccionista de cabezas, el magnífico ensayo que Reinaldo Laddaga (Rosario, 1963) dedica al artista de Pittsburgh (EEUU), apunta a subsanar cualquier lectura reduccionista de la obra a examen y plantea una visión de conjunto rica y fértil, que abraza la multidisciplinariedad del discurso material de Warhol para arrojar un saldo exuberante.
Las primeras líneas del libro resultan programáticas y premonitorias: «Su pasión principal [de Warhol] no era fabricar obras destinadas a ser escrutadas con la clase de atención demorada que prestamos a las piezas maestras de la tradición, sino diseñar ocasiones en las cuales los objetos singulares eran parte de espectáculos cuyo torbellino debía hacerles perder a los espectadores el balance, la lucidez y el equilibrio».
Elenco inagotable de intereses
Laddaga rastrea esas «ocasiones» en el elenco en apariencia inagotable de intereses que Warhol puso en marcha ya desde muy joven, y en el que, junto a nombres con los que comúnmente se le ha asociado (Marcel Duchamp, sobre todo, un creador cuya producción se utiliza como pretexto para el debate teórico antes que como herramienta para el análisis crítico, y que brilla dentro del canon de la historia del arte como paradigma del autor obsesionado por la concepción de la obra como vehículo de transmisión de ideas), aparecen otros menos obvios como Henri Matisse, Paul Klee, Josef Albers, Ray Johnson y Grant Wood, y se mencionan una serie de prácticas (el corte y confección, la generación de tapices y telas, los dibujos animados) que apuntan a la relevancia que Warhol concedió siempre a lo artesanal, y que acabarían por resonar en una obra atenta al residuo, al resto, al desecho, enamorada de técnicas no siempre «limpias» (su gusto por la serigrafía, su pasión por el cine underground, su amor por la Polaroid como apoteosis de la inmediatez), constelando el cielo warholiano hasta prestarle ese singular y muy atractivo sesgo de provisionalidad e incertidumbre.
No en vano, ese desconcierto que, aún hoy, provoca su obra (se trate del esfuerzo cognitivo que implica contemplar una película como Chelsea girls o la incomodidad manifiesta que una serie como Muerte y desastre provoca en el espectador), quizá sea la marca de agua de un creador que fue algo más que el lector de privilegio del siglo americano, cuyo centro ocupó con representaciones ya inevitables (latas de sopa, actrices suicidas, jerarcas chinos) de un mundo definido por la plétora, aunque fallido en su búsqueda de un sentido, y que Warhol atrapó con su talento para convertir ciertas imágenes en la caja de resonancia de un estado de cosas hueco y anómico.
El coleccionista de cabezas o las grandes ocasiones de Andy Warhol
Reinaldo Laddaga
Jekyll & Jill
272 páginas
24,70 euros