En una entrevista reciente al hilo del cuarenta aniversario de la revista Rockdelux, Santi Carrillo (su director) lamentaba haberse equivocado en su momento al calificar muy a la baja el álbum Parade (1986), de Prince. Por casualidad, leí al día siguiente un especial de la revista británica Uncut en el que aparecía en el número 120 de entre los que consideraba los mejores 500 discos de la historia. El tiempo a menudo pone las cosas en su lugar, y ay de quien se sienta libre del pecado de desestimar una obra que luego ha merecido una reevaluación. Es algo que nos ha ocurrido a todos, y el gremio periodístico no está –ni mucho menos– exento.
Jugar a Nostradamus es otra de las tentaciones de quienes trabajamos con una materia prima que se cifra en el rastreo de tendencias, el olfateo de fenómenos, el análisis de obras que plasmen el signo de nuestros tiempos. Pero si convenimos que los meteorólogos y los economistas también a veces pueden fallar como escopetas de feria, entenderemos mejor que la historia de la música popular esté salpicada de trabajos que en su momento fueron denostados (muchas veces por incomprensión) hasta que, con el paso de una, dos o tres décadas, se convirtieron en cánones indiscutidos, santos griales de la música popular. Pasaron del infierno al cielo.
Críticos tan reputados como Greil Marcus y músicos tan legendarios como John Lennon pusieron a caer de un burro el Slow Train Coming (1979) de Bob Dylan, su renombrado disco cristiano, que fue incluso abucheado por parte de su público en su traducción al escenario, hasta que el tiempo fue generando visiones tan ecuánimes y positivas como la que brindan Luis Lapuente y Ana Aréjula en su sensacional libro Slow Train Coming. Bob Dylan y la cruz de Jesús (Efe Eme, 2024). Es solo un botón de muestra de ese ‘donde dije digo, digo Diego’, al que gran parte de la prensa, pero también del público, se han visto abocados merced a discos que en su momento fueron vapuleados paro luego renacer milagrosamente como obras maestras sin mácula. Cual ave fénix. Un historial que aquí no pretendemos exhaustivo, porque daría para un libro entero. Y quizá con más de un volumen.
De la marginalidad contracultural a lo modélico en tiempos alternativos
El disco del plátano en la portada es la expresión máxima de un tiempo en el que el periodismo musical combinaba erudición con una visión personal que, en ocasiones rozando el registro gonzo, buscaba epatar. Nadie vio venir que The Velvet Undergound & Nico (1967) acabaría convirtiéndose en uno de los decálogos rock más influyentes de todos los tiempos, aquel del que Brian Eno dijo que, por cada una de sus 30.000 copias vendidas en sus primeros cinco años de vida (una miseria para su tiempo), germinaba una nueva banda.
Richard Goldstein les afeó, en las páginas de Village Voice, que fusilaran el inicio del Hitch Hike de los Rolling Stones en There She Goes Again, y que Lou Reed copiara el fraseo “del primer Dylan”. Vance Johnston plasmó en The Tampa Tribune su disgusto ante “una colección de sonidos confusos”, cuyo mensaje “no llegaba a descifrar”. Don Lass vertió en el Asbury Park Evening Press su desazón ante una música “tan inanimada y desprovista de vida como la piel de su plátano tras pelarlo”. Una ruina, vamos. Tuvieron que pasar diez años para que Robert Christgau reconociera, en una crítica retrospectiva de 1977, que “era un disco difícil de entender en 1967, y por eso la gente aún está aprendiendo de él”. A finales de los ochenta ya era el tótem predilecto de las camadas del rock underground, indie y alternativo, y hace tiempo que no falta en ninguna lista de los mejores álbumes de todos los tiempos.
Los palos críticos llovían en tiempos de contracultura sobre colecciones de canciones que hoy consideramos inveteradas obras cumbre. Rolling Stone, cuyo director, Jann Wenner, fue –por cierto– prácticamente el único que defendió en su momento el Slow Train Coming (1979) de Bob Dylan, se explayó a gusto con el debut de Led Zeppelin de 1969, argumentando que era “una versión menor del Jeff Beck Group”, que Jimmy Page se reveló como “un productor muy limitado y un escritor de canciones flojas y poco imaginativas” y que Robert Plant era “un cantante mucho menos excitante que Rod Stewart”. Acabó en el puesto 101 de su lista de los 500 mejores de siempre.
El siempre singular y controvertido Nik Cohn, autor de esa cumbre del primer periodismo musical que es el libro Awopbopaloobop Alopbamboom (1979), dijo que el Abbey Road (1969) de los Beatles no suponía “nada especial”. La Rolling Stone también alegó que sus sintetizadores hacían que “sonase artificial”. Lenny Kaye dijo que el Exile on Main Street (1972) de los Rolling Stones había “fallado en sus propósitos” y que el disco de madurez de los Jagger, Richards y compañía estaba “aún por venir”. Jon Landau escribió que el Blood on the Tracks (1975) de Bob Dylan estaba hecho con “dejadez” y Nick Kent le afeó un sonido “tan cochambroso que parece un boceto”. Todos ellos han pasado a los anaqueles de lo excelso.
Los Rolling Stones durante la grabación del disco 'Exile on Main Street'. / ARCHIVO
Son los noventa
Hay fusiones inexploradas y giros de guion que generan perplejidad. Solo el tiempo visibiliza su rol visionario. Que se lo pregunten a los británicos Slowdive, cuyo segundo álbum, Souvlaki (1993), provocó esta confesión de parte de Dave Simpson, del Melody Maker: “Preferiría ahogarme en una bañera llena de papilla antes que volver a escucharlo”. Tampoco vendió mucho. Hoy en día es referente catedralicio para cientos de músicos shoegaze y principal detonante para que Slowdive tripliquen su audiencia de entonces en cualquier festival.
Tampoco los norteamericanos Weezer gozaron nunca de unanimidad crítica, pero se llevaron la palma cuando se negaron a sí mismos el privilegio de replicar su rotundo debut de 1994 con una secuela que arqueó muchas cejas: Pinkerton (1996) fue acogido por Entertainment Weekly como “una aria sostenida de la desconexión,” por Melody Maker como algo digno de “ignorar completamente por sus letras” y para Rolling Stone –agárrense, que vienen curvas– como el “tercer peor disco” de aquel año, calificado como “inmaduro y desenfocado”. Seis años después fueron los propios lectores de la revista quienes lo votaron como el decimosexto mejor álbum de la historia, un dislate (las cosas como son) que de cualquier forma mostraba el enorme disenso entre el medio y su clientela.
En España fueron Enrique Morente y Lagartija Nick quienes se toparon con la misma incomprensión – más por parte del público que de la crítica, todo sea dicho –con la que había chocado casi dos décadas antes La leyenda del tiempo (1979), de Camarón. Fue la suya una coyunda entre rock y flamenco que hoy vemos plenamente normalizada pero que a finales de los noventa levantó ampollas entre los puristas de lo jondo y espantó al sello multinacional que lo iba a editar. Vendió muy poco a poco, despegó al ralentí y fue convenciendo a los escépticos con su rodaje en directo. Acabó siendo la obra maestra que hoy nadie pone en entredicho.
Acto de contrición en pleno siglo XXI
Desde que la prensa musical tuvo que poner su foco en lo digital, es mucho más fácil darse de bruces con reevaluaciones, reestimaciones y recalibraciones de discos que cuando vieron la luz machacaron sin piedad. Publicar en el éter abarata los costes y automatiza el feedback con el lector, y seguramente ambos factores fueron clave para que la norteamericana Pitchfork, referencia de la prensa del ramo y conocida por las puntillosas (y a veces indescifrables, con sus abigarrados decimales) puntuaciones numéricas de sus críticas, reconsiderase el desdén que le dispensó en origen al Stories From The City, Stories From The Sea (2001) de PJ Harvey (que pasó de un 5.4 a un 8.4), el Discovery (2001) de Daft Punk (de 6.4 a 10), el Sky Blue Sky (2007) de Wilco (de 5.2 a 8.5), el Musicology (2005) de Prince (de 5.8 a 7.8), el Born To Die (2009) de Lana del Rey (de 5.5 a 7.8) o el homónimo de Liz Phair en 2003, que pasó –redoble de tambores– de un cero patatero a un 6. Aunque también otorgó alguna ligera calificación a la baja para discos de Interpol (Turn On The Bright Lights pasó del 9.5 al 7.0) y de los propios Daft Punk (Random Access Memories, del 8.8 al 6.8). Se advierte en todos ellos un acto de contrición que tiene ver con la condición de clásicos que solo el tiempo concede: ninguno de ellos fue un disco rupturista, ni en el canon de sus autores ni en su contexto estilístico.
Otro factor que ha invitado, si no a reestimar, sí a reordenar algunas listas de los mejores discos de la historia, ha sido la creciente visibilidad del rol de la mujer y de los artistas de la comunidad negra en el curso de la música popular por parte de algunos medios de referencia. El devenir de la sociedad ha estimulado que los criterios no sean inamovibles. Que algunos dogmas no se enquistan. Aunque cualquier giro de radar sea discutible. Eso fue lo que hizo que Rolling Stone actualizara su lista de mejores 500 de todos los tiempos en 2023 con artistas como Aretha Franklin, Public Enemy, Sam Cooke, Joni Mitchell, Missy Elliott o Beyoncé cotizando en posiciones mucho más altas que las que ostentaban veinte años antes, allá por 2004, que era cuando habían desvelado esa jerarquía por última vez. Las visiones críticas no deben, en resumen, ser inmóviles. Quizá tampoco dejarse llevar por el caprichoso vaivén que condiciona los odiosos precios dinámicos de algunas entradas de conciertos en la actualidad: una cosa es ser flexible y otra es ser veleta. Pero siempre conviene interpretar todas las críticas sin desligarlas del contexto en el que se inscriben.